Esta tarde, no teniendo nada que hacer, me puse a leer. Un libro
de Cronin: Una canción de seis peniques.
No sé si es por el hecho de haber leído ya casi la totalidad de los libros de
este autor, el caso es que al sumergirme en la lectura, esta tarde de calor
paraibano en João Pessoa, de a poco me fui dando cuenta de que la lectura era en
realidad una especie de costura. Iba cosiendo lugares ya leídos en otros libros
de Cronin, cosas que vivo hoy, frases que he escuchado de mi compañera y
esposa. Alternando esta ocupación tan placentera -- pues en este juego de
reflejos me voy teniendo de vuelta en aspectos esenciales de mi ser, bien como
también en circunstancias concretas y variadas de mi vida-- con tareas
domésticas. El arreglo de mi nuevo cuarto de pintura, que algunos llamarían de atelier. Los colores en los estantes,
como no recuerdo haberlos visto antes. Los papeles apilados. Al acomodar unas
cajas de colores al pastel, un pedazo de rosado se me quedó pegado en el dedo. No
pude dejar de emocionarme. Esto tenía y tiene un significado muy directo para
mí. Los colores son lugares. Este color me conecta con la realidad más profunda
de todo lo que existe. La presencia de seres muy queridos de mi familia, y amigos
también muy queridos. Todos aquí. Todos ahora. Me daba cuenta de que todo en mi
vida, y talvez en la vida de todo el mundo, es recíproco y reflejo. Me hago al
hacer. Esto es humano. Ya Marx lo demostró en sus análisis sobre el trabajo en la
sociedad capitalista. Pero se aplica a toda tarea humana. Me escribo al
escribir. Me leo al leer. Me pinto al pintar. Esto lo sentí hoy esta tarde,
hace un rato nomás, de manera muy fuerte y muy intensa. La vida es una unidad.
Integración.
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