La eternidad es una dimensión de la realidad. Puedo
adentrarme en ella a través de la confianza que nace del amor. La experiencia me
revela con seguridad, que toda mi vida, desde el comienzo y hasta hoy, he
estado protegido por el poder infinitamente amoroso de Dios, que acompaña todos
mis pasos. Dejo de preocuparme. Establezco como objetivo vivir bien, en paz. Veo
que la persona que soy, mi manera única y singular de ser y de estar en el
mundo, merecen mi amor y mi respeto más profundo. Aprendo a tener ternura por
mis fragilidades, que no son defectos, sino cualidades. Ellas son brechas por
las cuales la gente y el mundo me llegan de manera más entera, más allá de la
costra de miedo y desconfianza que el sistema trata de imponer. No soy la
persona que “debería” ser según no sé qué códigos imposibles de practicar. En cambio,
soy esto que está aquí, con toda la fuerza de una trayectoria que se vino
abriendo paso a través de todo tipo de situaciones. Continúo con una sensación
de reverencia y perpejidad en relación a todo lo que existe. Frecuentemente me
recojo a lo más íntimo de mi corazón, para agradecerle a Dios por este don sin igual,
la vida. Encuentro a mi madre en los escritos que me dejó antes de partir. Son
joyas y brújulas que me orientan. ¡Gracias, madre! ¡Gracias, familia y amigos! ¡Gracias,
vida!
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