Va terminando el día. Trato de reunir algunas memorias de la
jornada. El paisaje de la playa. El mar. La luz del crepúsculo bañándolo todo.
Es como que una invitación a este sumergirme en la experiencia cotidiana. Es la
luz que llama a la búsqueda interna. El intento por recoger la esencia de lo
vivido. Aprendo a convivir con personas que no son como creo que deberían ser.
Hablan de maneras que no siempre sé descifrar correctamente. Muchas veces me he
equivocado, atribuyéndole a otras personas, intenciones inexistentes. Son ecos
del pasado. Trato de separar el pasado del presente. ¡Da un trabajo! Pero es
imprescindible. Es parte de mi aprendizaje como terapeuta comunitario, el tratar
de vivir el presente. Es muy gratificante cuando veo que estoy viviendo algo
nuevo. Miro a las personas, y veo que estoy dejando de actuar automáticamente. Cuando
estoy más presente, todo fluye más. Muchas veces lo que entorpece mi actuar y
mi estar aquí, es una especie de sobre-exigencia. Una exigencia desmedida, que
sé que muchas personas también experimentan. Algo absurdo, que fue introyectado
por la programación social. Como si alguien pudiera ser perfecto. No
equivocarse nunca. ¿Qué sería ser perfecto? ¿Ser un robot, una máquina? ¿Un
ángel, un dios? No soy nada de eso. Soy humano, solamente humano. Respiro mejor
cuando veo que se va abriendo una brecha. Una hendidura. Un lugar por donde
brota la vida, renovada. Si yo aprendiera a amar, si yo pudiera finalmente
vivir la gracia del instante puramente, con confianza total, entonces habría
vencido. Tal vez no lo logre, y mi existencia siga siendo esta ardua y
divertida lucha cotidiana por juntar mis pedazos, como un crucigrama infinito
que se junta y se expande. Sea como sea, agradezco a la vida, y a todas las
personas que encontré en mi camino, pues es una aventura sin igual.
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