Esta mañana estaba conversando con mi
papá en su cuarto. Veía su mirada, su sonrisa, su rostro de ya
tantos años. Me admiraba su alegría, esa disposición tan suya de
estar siempre contento y agradecido. Solo le preocupan las cosas del
momento, el presente, me dijo en un momento, cuando le pregunté si
tenía alguna reflexión para compartir. Contemplaba él el jardín
en el que tantas veces trabajó. Miraba el rosal y el jacarandá.
Escuchaba, escuchábamos los pajaritos en esa mañana de sol. El
camino se extendía hacia el muro de la escuela. Esto lo alegraba,
también. Bien cuidado, bien acompañado y atendido, en un día de
sol. ¿Qué más?, parecía decir su rostro. Por mi parte, disfrutaba
también de ese momento. Yo miraba las hormigas en el piso, algunas
de las cuales tuve que eliminar, ya que empezaban a subirse a las
pantuflas de mi padre. Me reí. Me reí no solo de eso, o no sé de
qué, pero me reí. Me vino una alegría infantil en el pecho. Me
acordé de mis tiempos de niño y de joven, en que todo me alegraba.
No tenía preocupaciones, ni obligaciones, ni ideologías o culpas.
Disfrutaba de mi vida y del conejo con el que vivía en esta casa.
Ahora me doy cuenta de que esa alegría sigue en mí. No tengo que
hacer nada para traerla, pues está aquí. No necesito preocuparme
con nada ni por nada.
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