Hay veces que me pongo
a escribir no tanto por tener algo determinado para expresar, sino más bien por
la necesidad de estar donde me siento bien. Me siento bien en la hoja. La hoja
es el mundo que he venido haciendo y sigo haciendo con mis escritos. Aquí me
hago y me deshago. Me rehago. Aún lo que no escribo, ya está escrito, ya fue
escrito anteriormente, y forma como que el mundo en el que me he venido
insertando y me sigo insertando continuamente, cuando escribo. Así, vivo en un
mundo que he ido haciendo y sigo haciendo con mis manos, en cada una de estas
anotaciones, desde el comienzo de mi vida. Mi vida pasada, presente y futura.
La gente que conocí, los lugares donde estuve, las experiencias que pasé, de
toda suerte, está todo aquí. Así que escribo para estar conmigo, para tenerme
de vuelta cada vez que la vida me destruya, cada vez que me parezca que me
estoy diluyendo otra vez en la nada o el extrañamiento. Escribiendo me organizo,
me pertenezco de vuelta. Vuelvo a ser yo, una y otra vez. Cada vez más yo. Y
aquí también está todo lo que es valioso, y aún mis vulnerabilidades, que me
alertan de continuo sobre lo que debo evitar, y me recuerdan, al mismo tiempo,
que tengo una historia y que soy un niño que necesita una y otra vez, incontables
veces, saberse amado. Saber que fue amado aún antes de haber nacido y hasta
ahora. Aquí me reconozco en las historias de la gente con quien convivo o he
convivido. Me descubro humano, no un super-nada, ni un infra-nada. Solamente
yo. Por eso escribo, escribo aún cuando no escribo.
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