Hay algunas cosas que
a uno de pronto le podría querer llegar a gustar compartir. Las sensaciones sin
igual que se tienen cuando uno hace lo que tiene que hacer, lo que la
conciencia manda, lo que te hace bien. Cuando uno hace estas cosas, cuando uno
cumple con su deber, un deber natural, digamos de paso, un deber elegido y no
impuesto, te viene una sensación maravillosa, con ser tan simple. Esto lo he
venido sintiendo estos días, al recogerme, al centrarme y concentrarme, en esa
tarea tan placentera, de ir juntando hojas, ir componiendo libros. La vida se
va concentrando. El pasado vuelve, pero ya es más bien casi como que un pasado
presente. Es el pasado presente, el pasado que es este florecimiento, esta
felicidad y paz que muchas veces me sobrevienen. Una alegría que se suma a la
de saberme hijo y fruto de una familia que me contiene, que estuvo y sigue
estando a mi lado en todas las circunstancias. También saberme parte de un colectivo,
y más de uno, en realidad: trabajos de hormiga. Construcciones silenciosas de humanidad
y ciudadanía. Lejos del criticismo criticón que sólo ve lo que está mal, y ya
paro por aquí, si no, también me asemejo a ese criticismo que critico. Tener esa
tranquilidad serena que te permite de pronto salir a la calle y saberte parte
de todo eso que está allí: gente y cielo y veredas, y autos y bicicletas.
Personas de todas las edades que se mueven como vos, de un lugar a otro,
movidas, como yo, por deseos y expectativas, necesidades y sueños, apremios y
obligaciones. Y ver que en medio de todo este transcurrir de años y días y vida
y horas y momentos y lugares y circunstancias, en medio de todo este fluir
extraño y fascinante, asustador muchas veces, que es la vida. En medio de todo
esto, ahora, esta mañana de enero de 2016, tantos años después de tantas cosas,
cosas que vienen a tu memoria muchas veces, y ves la película otra vez, ya tantas
veces: este florecimiento. Esta callada quietud.
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