Hay un tiempo unificado, al cual puedo integrarme --y de
hecho me integro-- cuando miro las flores del jardín, o la estatua del rosedal,
o la belleza de una mujer o de un atardecer, o cuando escucho el canto del pájaro o veo el rostro
de un niño o el fluir de las aguas del río o el resplandor del mar a la noche
bajo la luz de la luna. Este tiempo es eterno, es un tiempo que no pasa. Es un tiempo
detenido, en el cual me uno a todo lo que existe. El pasado y el presente de mi
vida se unen.
Ya no hay ayer o ayeres, ni hay allá lejos o no sé donde. Todo es
un ahora extenso e intenso, quieto, inmóvil, prácticamente. No importa si estoy
en una tienda mirando ropas o en el gimnasio escuchando música y viendo las
flores a la orilla del zanjón o escuchando a mi padre o simplemente descansando.
Lo que importa es si estoy relajado, con poca o ninguna expectativa. Sin exigencias
o casi sin exigencias. Entonces es como si me extendiera en todas las
direcciones, sin salir de mi lugar. En realidad, creo que ese es mi lugar, ese mundo
de belleza y quietud al que accedo muchas veces cuando leo un libro o recuerdo un
poema.
No necesito estar forzándome todo el tiempo, ni reaccionando todo el tiempo.
No necesito estar siempre reparando en lo que falta, lo que no hay, o lo que no
es como me gustaría. La gente es como es, el tiempo es el que es, y cuando
aflojo un poco mi exigencia o mis expectativas, lo que está me satisface. Y me
da una alegría serena y suave.
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