El tiempo es discontínuo, va y viene. Fluye y refluye. Para
y recomienza. Cuando leo un libro, lo que leo se integra con lecturas anteriores.
Voy a lugares desconocidos que me resultan familiares.
Me evado de la prisión
de los hechos y acontecimientos del momento. El futuro va y viene, se mezcla con
el pasado y con el presente. Me expando
y me contraigo. Soy muchos y soy uno solo. Me dejo llevar por el relato, sin
importarme seguir el hilo o entender algo.
Muchas veces leo para descansar,
para expandirme, para unirme a algo vasto e insondable que me contiene y me
envuelve. Soy todo eso, esa vastedad inconmensurable en la que se unen todos los días de mi vida. Todos los libros
leídos, los lugares de mí y de esos mundos desconocidos que me son familiares
por haberlos encontrado en las páginas de un libro.
Cuando leo, entro en un lugar
sin tempo, parado. Detenido. Descanso profundamente de las fluctuaciones de lo
efímero, sumergiéndome en la eternidad. Lo efímero es lo eterno. Es allí donde
uno puede soltarse de lo provisiorio y unirse a lo infinito: en lo efímero está
el todo. En lo efímero está lo que permanece. Y la lectura (no sólo de los
libros, sino de la vida) es esa puerta a lo eterno sin fin.
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