Ayer, en medio de una jornada en que me encontraba
realizando diversas actividades, una a continuación de la otra, en esa especie de
vértigo aquietado en el que trato de moverme, me vino esta frase, o esta
expresión: mundo mínimo. Mi mundo es un mundo mínimo. Me muevo y existo en un lugar
pequeño. Tiempos cortos, instantes. Cuando el tiempo es poco, se multiplica. Esto
es algo que todos sabemos. Cuando tenemos poco tiempo, el tiempo se multiplica.
Había pasado un tiempo tratando de descifrar el estado de ánimo en el que me
encontraba. Inútilmente. No pude ponerlo en palabras. Tal vez estuviera
tratando de decir para mí mismo algo que hoy me llegó, de mañana, cuando
caminaba por el veredón al borde del mar. El mar brillando bajo el sol. La
gente yendo y viniendo. Los árboles, las plantas. Los vendedores. Todo ese movimiento
matinal que se ve en las primeras horas del día. Me acordé de algo que supe una
vez en Puente del Inca, en 1977, mientras hacía el servicio militar: que cuando
me levanto temprano, alcanzo un estado al que ninguna meditación me lleva. Esto
es importante. La experiencia de cada uno, de cada una. Lo que uno aprendió por
sí mismo. Hay una especie de paz, una alegre despreocupación, un estar bien que
no se traduce en expresiones de efusividad, sino que más bien se deja llevar o
me va llevando, remansando. Entonces ya no importan tanto las certezas, o no
importa en absoluto ninguna certeza. Lo que importa es el viaje, la travesía,
como dice Martha Medeiros en Feliz por nada. Estar aquí ya es mucho. Estar vivo
es mucho. Presenciar y participar de esta cosa sorprendente que es la vida, el existir,
ya es mucho.
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