Muchas veces escribo no por tener algo determinado para
decir, sino porque es una necesidad mía. Esto ya lo he dicho muchas veces, y lo
seguiré diciendo. Escribo para tenerme de vuelta. Escribo para retener la vida,
sobre todo esa vida menuda de cada instante, tan huidiza. Estos días he estado
leyendo de nuevo Angústia, de
Graciliano Ramos. No deja de maravillarme el placer que extraigo de esos
momentos de comunión con una realidad que me contiene, que me expande, que me
muestra aspectos de mí mismo que solamente reconozco cuando los leo en este o en
otros libros. Los libros son extensiones de la memoria y la imaginación, decía
Jorge Luis Borges. También son extensiones de la experiencia. Nos comunican,
nos unifican con un universo del que formamos parte, y del que muchas veces nos
podemos llegar a sentir ajenos, extrañados. Escribo para sentir que estoy aquí.
Cuando escribo, me enraízo. Me siento más presente. Siento la unidad de mi
presente y mi pasado. Recuerdo que Julio Cortázar decía que no reconocía una línea
divisoria clara entre escribir y vivir. Esto me ocurre también al leer. Leer y
escribir, leerme en la escritura del mundo. Escribir el mundo. Vivimos en una sociedad
que tiende a hacernos olvidar de quiénes
somos. Cuando leo y cuando escribo, cuando pinto, me recuerdo. Me acuerdo de mí
mismo. Esto me ocurre también en las formaciones en Terapia Comunitaria Integrativa.
Me voy acordando de mí mismo. Esto es extraordinario. Es hermoso. Y es necesario.
Muy necesario. Cuando leo y cuando escribo, tengo la vida más mía. Hago mi
mundo. Sé que soy eso. Sé que esto es lo que es real para mí. Soy más real
cuando leo y cuando escribo. Por eso no importa mucho si tengo o no algo para
decir. Lo que importa es respirar mejor. Acordarme de mí. Esto es lo que
importa.
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